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Corre el año 1964. Oculta en el interior de la ciudad se erige Biónica, una empresa dedicada a cambiarle la vida a las personas a través de la utilización de la ciencia. Los dueños de este lugar son cuatro científicos que se encuentran en el pico máximo de sus frustraciones amorosas y recientes perdidas conyugales. Y justo en ese momento, se produce la llegada de Miriam, una mujer postrada en silla de rueda, que desea cambiar su vida para siempre. Después de mucho tiempo, estos doctores volverán a enamorarse. Pero déjenme preguntales algo, ¿que es lo que la ciencia entiende por amor?

domingo, 10 de abril de 2011

El coro de varones que llora a la mujer creada

“Pero en el fondo son unos sentimentales…”, dice Serrat respecto de los piratas. Lo mismo se puede decir del cuarteto de investigadores médicos que, sumando la frialdad de la ciencia a la propia de la ambición, intenta otorgarle una nueva vida a la cuadripléjica Miriam Caló. La anécdota en cuestión pertenece aBiónica, la obra que William Prociuk sirvió en bandeja al directorAriel Blasco para desplegar su ideario cinematográfico y su visión farsesca de un género históricamente esquivo a las tablas. El resultado es sumamente alentador.

Con seguridad, más de uno se despachará con un “bizarro” a la hora de calificar la experiencia. El adjetivo le cabe con claridad, pero lógicamente, como todo lo aplicable a la capa exterior de un asunto, queda reducido a un mero maquillaje. Porque bajo la piel de esta propuesta de teatro… anatómico, si se quiere, desanda un voltaje sanguíneo que pone en evidencia las variadas y contradictorias aspiraciones y deseos de un puñado de muchachos que moquean como los protagonistas de ese tipo de tangos que ya sabemos: el de la minita, el de la vieja, el de los treinta abriles que me llevaron lejos...

Acordemos entonces: el planteo teórico y su trasvase tridimensional es bizarro, por ir a contrapelo del naturalismo y por la resolución en aspectos como la utilería y el sonido, por ejemplo. Pero la fundamentación es tan verosímil y humana como pretende serlo una novela clásica (sin parecérsele en nada, obvio).

Allí están entonces, entregados a una escenografía de la mejor sci-fi de los ’50 (que también era la peor), cuatro hombres lastimados en su intimidad tratando de encontrar en su propio monstruo el paliativo para el desconsuelo sentimental. El equipo de profesionales se mueve con el peso y el contrapeso que le pueden dar todo lo bueno y lo malo que cabe en un galeno en ascenso: la acción humanitaria casi imposible, llevada a cabo con el ojo en la chequera ajena. La búsqueda del hito científico para satisfacer el ego y la necesidad de cartel. La camaradería y la envidia. La codicia y el deber.

“Lo que interesa en el teatro es el juego. El procedimiento propiamente dicho”, confesaba hace un tiempo Blasco a la revistaPicadero, en tren de parafrasear a Javier Daulte. Biónica plantea el juego de modo tal que cinéfilos y no puedan disfrutar de los mecanismos de este amor cibersostenido. Difícil no engancharse. A los primeros se los agasaja con guiños varios. A los otros con un entramado actoral consistente y una intriga que se sostiene bien con el aporte de pequeños datos de la vida cotidiana de los médicos (que ocurren todas fuera de nuestra vista) y las extravagancias propias del experimento que llevan a cabo (que ocurren todas en el campo de visión).

La irrupción de Nessun dorma, de la ópera Turandot, como todo lo que sucede, no es gratuita. Remite al segmento del film Aria, dirigido por Ken Russell y en el que la actriz Linzi Drew interpreta a una chica accidentada que sueña que la recubren con joyas mientras los médicos intentan reanimarla vía electroshock. Pero es en El cerebro que no quería morir (Joseph Green, 1970), el clásico que juega en la B, donde la alusión exhibe su principal carta. Sin dudas fue la gran fuente inspiradora de Prociuk y el motivo visual con el que Blasco se relamió ni bien comenzó a leer el texto. También Biónica puede despertar el recuerdo de La cabeza viviente (1961), del mexicano Chano Urueta (1961) y de otros encantadores engendros de celuloide.

En “el todo” y en “las partes”, Claudia Racconto está estupenda en el rol de Miriam Caló, aportando una gestualidad a la que nunca hubiese podido aspirar la gélida e inexpresiva Virginia Leith (protagonista de El cerebro…). Su juego sentimental, su pelea por la vida, desanda un abanico de expresiones que van del laconismo a la excitación, del desconcierto al entusiasmo. Su cabeza parlante es un convite a la emoción, la ternura y el morbo por partes iguales. Su danza al ritmo de A whiter shale of pale(¿se acuerdan de “We skipped the light fandango…”, que cantaba Michael Bolton?) es una breve e intensa experiencia sobre el renacimiento de entre las cenizas.

Acompañan a la actriz con eficacia un grupo de actores de distinta procedencia y formación, igualmente aptos para demostrar esa seguridad profesional siempre a punto de tambalear mal por razones del corazón. Carlos Romero juega con toda su experiencia; Marcelo Ríos y Gustavo Torres se picotean como niños grandes. Jerónimo Machín se beneficia con una criatura a la altura de lo descabellado (dicho esto en más de un sentido). Los cuatro son pájaros heridos, moral o literalmente, que mueren por conquistar a una chica con una bananita Dolca.

¿Pobrar los límites de la ciencia? Puede que sí. Pero también los del amor. Ese es el asunto. Y de cómo ciencia y amor se pueden retroalimentar en un fantástico, aunque siempre riesgoso, circuito.

Fausto J. Alfonso

Ficha:

Biónica, de William Prociuk. Con: Jerónimo Machín, Marcelo Ríos, Carlos Romero, Gustavo Torres, Ana Macías, Sara Spoliansky y Claudia Racconto como Miriam Caló. Realización de cabeza: Sonia López. Escenografía: Diego de Souza. Vestuario: Gabriela Panasiti. Diseño de sonido: Fernando Veloso. Coreografía: Cecilia Gil. Construcción de utilería: Oreste Sacci. Diseño gráfico: Gabriel Novillo. Asistencia de dirección: Margarita Cubillos. Dirección: Ariel Blasco. Sala: Ana Frank, Maipú 230.


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